Entrevista de Ima Sanchíz a Thomas Emmenegger, psiquiatra y emprendedor social

Foto: Xavier Cervera

Todos los locos son tristes?

Ni mucho menos. Lo son si están solos.

¿Qué ha entendido?

Que todos somos dife­ren­tes inclu­so en la enfer­me­dad men­tal. El diag­nós­ti­co no nos dice nada de la per­so­na, para cada esqui­zo­fré­ni­co hay que bus­car un camino. La ins­ti­tu­ción psi­quia­tra se debe adap­tar a la sin­gu­la­ri­dad de la persona.

Fuen­te: La Van­guar­dia

No es fácil.

Pero es hermoso.

Un psi­quia­tra sue­le recetar.

El fár­ma­co es una mule­ta que ayu­da a con­te­ner los sín­to­mas pero no cura. Lo que cura es la rela­ción y el afec­to. No hay tera­pia sin simpatía.

¿Entre médi­co y paciente?

Sí, y enfer­me­ros y pacien­tes. Cuan­to peor está una per­so­na más rela­ción de afec­to necesita.

¿Es pro­por­cio­nal?

Un enfer­mo men­tal no sue­le tener sólo un pro­ble­ma clí­ni­co, tam­bién tie­ne un pro­ble­ma social: ha per­di­do la casa, el tra­ba­jo y se ha pelea­do con los suyos. Está solo. Es nece­sa­rio ayu­dar­le a recons­truir las opor­tu­ni­da­des socia­les para que pue­da reen­con­trar su camino.

No es prác­ti­ca habi­tual entre psiquiatras.

Para quién tra­ba­ja en una ins­ti­tu­ción públi­ca debe ser una prác­ti­ca coti­dia­na. Noso­tros no tene­mos maqui­na­rias com­pli­ca­das, sólo tene­mos nues­tro cono­ci­mien­to y afec­to. Hay que tener una rela­ción inten­si­va con los enfermos.

¿Cómo de intensiva?

Hemos cal­cu­la­do que cuan­do lle­ga una per­so­na en cri­sis psi­quiá­tri­ca la media son dos horas con ella, algo que es muy difí­cil des­de el pun­to de vis­ta orga­ni­za­ti­vo pero indis­pen­sa­ble si quie­res cons­truir una relación.

Me sor­pren­de usted.

Lo pri­me­ro es com­pren­der, y para eso tie­nes que escu­char, hacer pre­gun­tas no estan­da­ri­za­das, tener pacien­cia y dar cré­di­to a la per­so­na. No se tra­ta de con­tro­lar, de ence­rrar, de cal­mar con fár­ma­cos, sino de esta­ble­cer una relación.

Pón­ga­me un ejemplo.

A un sui­ci­da no hay que ence­rrar­lo para que no lo vuel­va a inten­tar sino estar con él.

¿Y eso cura?

Sí, la dedi­ca­ción inten­si­va en los momen­tos de cri­sis alla­na el camino para poder seguir tra­ba­jan­do con la per­so­na. Sin embar­go, si el pri­mer encuen­tro se redu­ce a ence­rrar­lo en espe­ra de que pase la cri­sis el segui­mien­to es muy difí­cil por­que fal­ta la con­fian­za, la relación.

¿Has­ta qué pun­to somos sólo quí­mi­ca o somos algo más?

Antes pen­sá­ba­mos que el cere­bro no se pue­de rege­ne­rar, hoy sabe­mos que tie­ne una capa­ci­dad trans­for­ma­do­ra de sí mismo.

Usted es un aban­de­ra­do en con­tra de la suje­ción física.

De todas las medi­das coer­ci­ti­vas: puer­tas cerra­das, atar a la gen­te a la cama y las habi­ta­cio­nes de ais­la­mien­to. Lle­vo años apli­can­do mi pro­gra­ma y mi rece­ta en un hos­pi­tal públi­co: tiem­po de con­ver­sa­ción con el pacien­te, y gra­cias a eso hemos eli­mi­na­do esas medidas.

¿Y si la per­so­na es muy agresiva?

Le pon­dré un ejem­plo: la poli­cía nos trae a un hom­bre enma­ni­lla­do con una gra­ve cri­sis mania­ca, agre­si­vo y agi­ta­do. Tras dos com­pli­ca­das horas de con­ver­sa­ción con­si­go enten­der que se ha deja­do la puer­ta de casa abierta.

Y eso le preo­cu­pa y le altera.

Le acom­pa­ña­mos a su casa con la con­di­ción de que vuel­va y acce­da a tomar­se los fár­ma­cos en lugar de inyec­tár­se­los a la fuerza.

Nece­si­ta per­so­nal muy especializado.

Nece­si­to per­so­nal moti­va­do. Y sale rentable.

¿Y pasa­da la crisis?

Tene­mos un pro­gra­ma per­so­na­li­za­do den­tro y fue­ra del hos­pi­tal. Hemos crea­do un equi­po que visi­ta a los enfer­mos en su casa, a algu­nos dos veces al día. Hay que ayu­dar­les en el plano social por­que la sole­dad es terri­ble. No los pue­des aban­do­nar, si lo haces vol­ve­rán al principio.

Ha crea­do usted una oene­gé en un anti­guo hos­pi­tal que les da trabajo.

Es un pro­yec­to que ini­cié hace vein­te años en el anti­guo hos­pi­tal psi­quiá­tri­co de Milán que hemos trans­for­ma­do en un espa­cio para la ciu­dad. La anti­gua coci­na es hoy un tea­tro, la capi­lla ardien­te un res­tau­ran­te, el con­ven­to un hostal.

¿Se pue­de comer, dor­mir, ver teatro…?

Sí, y se pue­de encon­trar tra­ba­jo y ami­gos. Rea­li­za­mos mul­ti­tud de pro­yec­tos: con 40 pacien­tes y abue­las del barrio hace­mos pas­ta fres­ca que ven­de­mos a res­tau­ran­tes; cate­ring, un labo­ra­to­rio de tea­tro con jóve­nes del barrio y pacien­tes que les ayu­da a des­cu­brir sus talen­tos y don­de se hablan quin­ce len­guas diferentes.

¿Y eso?

Es la com­po­si­ción de la peri­fe­ria urba­na de Milán: asiá­ti­cos, afri­ca­nos, lati­no­ame­ri­ca­nos… Nues­tras obras son tan famo­sas como nues­tras piz­zas, la gen­te vie­ne y paga por ello. Tra­ba­ja­mos con pro­duc­tos de mucha cali­dad y lo hace­mos muy bien. Somos un pro­yec­to sostenible.

¿El poder de la determinación?

Debe­mos creer en nues­tra capa­ci­dad trans­for­ma­do­ra, no sólo somos obje­tos del des­tino, pode­mos con­tri­buir acti­va­men­te en hacer un peda­ci­to de his­to­ria, aun­que sea homeopático.

¿Es duro tra­ba­jar con enajenados?

Es una fuen­te de enor­me rique­za. Los lími­tes de la nor­ma­li­dad los defi­nen mie­dos y pre­jui­cios, pero ese con­fín se pue­de ensan­char y en esa fron­te­ra hay autenticidad.

¿En qué cree usted?

Todos tene­mos una capa­ci­dad eman­ci­pa­do­ra den­tro, hay que des­cu­brir­la y hacer­la emerger.